El personaje estaba acodado en el alfeizar de la ventana, bueno, si es que puede llamarse ventana la cristalera del edificio en una de cuyas plantas se había parado. El alfeizar era en realidad una barra de madera en la que quedaba encajado el cristal. Era tarde, más tarde de lo que había esperado marchar, pero algo le retenía allí, ahora que ya no tenía urgencia alguna para hacer cosas determinadas.
Sorbía lentamente Coca Cola de una lata mientras contemplaba el patio interior de manzana a la que daba aquella cristalera. Las paredes empezaban a teñirse de una semioscuridad gris que hacia resaltar más las luces interiores de las viviendas que poco a poco iban encendiéndose, a medida que sus habitantes se iban quedando sin la claridad exterior.
El contraste entre el gris y las luces amarillas que lucían en las ventanas de las casas proporcionaba una idea de calidez, puro espejismo.
Sabía que detrás de él no había nadie; hacía bastante rato que todo el mundo había abandonado ya sus puestos de trabajo. Pese a la imaginaria calidez, a su espalda notaba una cierta frialdad, que no era debida precisamente al aire acondicionado, aunque este funcionaba a plena marcha para el único visitante del lugar, que era él.
Oyó distintos crujidos: de los muebles, de las mamparas, de los ordenadores. En tantos años, nunca había oído tales ruidos allí. O por lo menos no se había fijado en ellos. Recordó la ocasión en que unos ruidos similares le dieron un buen susto.
Fue en Madrid. También estaba solo en la oficina, a horas tardías. En aquella ocasión era la única persona que quedaba en el edificio entero y paulatinamente había ido oscureciendo, hasta que sin darse cuenta era ya plena noche.
La misma tarde una compañera le había explicado la leyenda urbana del edificio. Años atrás cuando lo construyeron, no demasiados años, un albañil se había precipitado al vacío muriendo estrellado contra el suelo. Cuando las oficinas fueron ocupadas por la Compañía, los empleados manifestaban que en ciertas ocasiones oían ruidos en la séptima planta, hasta el punto que nadie quería quedarse solo en aquella planta.
Dada su naturaleza escéptica en la materia, nuestro personaje había sonreído y le había significado a su interlocutora que leyendas de este tipo las había a montones, pero que se trataba solo de eso, de leyendas, como la de la chica de la curva.
Cuando empezaba a pensar en recoger y marcharse empezó a oír ruidos, como crujidos y suaves golpes. Miró hacia el exterior de su despacho pensando que quizás el guardia de seguridad estaba haciendo su ronda, pero allí no había nadie. Y entonces ocurrió: un cuadro que estaba colgado de la pared de enfrente se desplomó ante su mirada incrédula, cayendo al suelo.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, pero se acercó al cuadro y lo recogió, mirando si se había desprendido la alcayata que lo sostenía en la pared, o se había roto el soporte del mismo cuadro, pero nada de esto parecía haber ocurrido. Volvió a colgarlo en su sitio y se marchó.
Al día siguiente, cuando le explicó a la compañera lo acontecido en la noche anterior, esta no hizo mayores comentarios, pero le pareció detectar una sonrisa burlona en su cara.
Volviendo a la actualidad, tiró la lata de Coca Cola a una papelera y entró nuevamente en su despacho, tomando asiento en su sillón hasta hoy. Contempló el ordenador, los armarios, la planta, un tanto esmirriada…Pensó en que al día siguiente otra persona ocuparía aquel despacho y lo personalizaría a su aire.
Y pensó también en las personas a las que había conocido a lo largo de su vida laboral. ¡Tantas y tantas! Cuarenta y dos años dan para mucho, muchas vivencias, muchas anécdotas, etapas difíciles y duras y otras más satisfactorias. Seguramente decisiones suyas habrían afectado a la vida de otras personas en muchos sentidos, pero creía que el resultado del balance había sido más positivo que negativo.
También recordó las manifestaciones de afecto, verbales o escritas por e-mail, que había recibido a lo largo del día. Se sintió reconfortado por ello e incorporándose cogió la caja en la que había guardado sus efectos personales y lentamente abandonó la estancia, siendo consciente de que la próxima vez que entrase en aquel despacho su propia situación habría cambiado.
Cuando salió a la calle miró al cielo y reflexionó:
Ayer, hace cuarenta y dos años,
Abrí la ventana. Sorbía lentamente Coca Cola de una lata mientras contemplaba el patio interior de manzana a la que daba aquella cristalera. Las paredes empezaban a teñirse de una semioscuridad gris que hacia resaltar más las luces interiores de las viviendas que poco a poco iban encendiéndose, a medida que sus habitantes se iban quedando sin la claridad exterior.
El contraste entre el gris y las luces amarillas que lucían en las ventanas de las casas proporcionaba una idea de calidez, puro espejismo.
Sabía que detrás de él no había nadie; hacía bastante rato que todo el mundo había abandonado ya sus puestos de trabajo. Pese a la imaginaria calidez, a su espalda notaba una cierta frialdad, que no era debida precisamente al aire acondicionado, aunque este funcionaba a plena marcha para el único visitante del lugar, que era él.
Oyó distintos crujidos: de los muebles, de las mamparas, de los ordenadores. En tantos años, nunca había oído tales ruidos allí. O por lo menos no se había fijado en ellos. Recordó la ocasión en que unos ruidos similares le dieron un buen susto.
Fue en Madrid. También estaba solo en la oficina, a horas tardías. En aquella ocasión era la única persona que quedaba en el edificio entero y paulatinamente había ido oscureciendo, hasta que sin darse cuenta era ya plena noche.
La misma tarde una compañera le había explicado la leyenda urbana del edificio. Años atrás cuando lo construyeron, no demasiados años, un albañil se había precipitado al vacío muriendo estrellado contra el suelo. Cuando las oficinas fueron ocupadas por la Compañía, los empleados manifestaban que en ciertas ocasiones oían ruidos en la séptima planta, hasta el punto que nadie quería quedarse solo en aquella planta.
Dada su naturaleza escéptica en la materia, nuestro personaje había sonreído y le había significado a su interlocutora que leyendas de este tipo las había a montones, pero que se trataba solo de eso, de leyendas, como la de la chica de la curva.
Cuando empezaba a pensar en recoger y marcharse empezó a oír ruidos, como crujidos y suaves golpes. Miró hacia el exterior de su despacho pensando que quizás el guardia de seguridad estaba haciendo su ronda, pero allí no había nadie. Y entonces ocurrió: un cuadro que estaba colgado de la pared de enfrente se desplomó ante su mirada incrédula, cayendo al suelo.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, pero se acercó al cuadro y lo recogió, mirando si se había desprendido la alcayata que lo sostenía en la pared, o se había roto el soporte del mismo cuadro, pero nada de esto parecía haber ocurrido. Volvió a colgarlo en su sitio y se marchó.
Al día siguiente, cuando le explicó a la compañera lo acontecido en la noche anterior, esta no hizo mayores comentarios, pero le pareció detectar una sonrisa burlona en su cara.
Volviendo a la actualidad, tiró la lata de Coca Cola a una papelera y entró nuevamente en su despacho, tomando asiento en su sillón hasta hoy. Contempló el ordenador, los armarios, la planta, un tanto esmirriada…Pensó en que al día siguiente otra persona ocuparía aquel despacho y lo personalizaría a su aire.
Y pensó también en las personas a las que había conocido a lo largo de su vida laboral. ¡Tantas y tantas! Cuarenta y dos años dan para mucho, muchas vivencias, muchas anécdotas, etapas difíciles y duras y otras más satisfactorias. Seguramente decisiones suyas habrían afectado a la vida de otras personas en muchos sentidos, pero creía que el resultado del balance había sido más positivo que negativo.
También recordó las manifestaciones de afecto, verbales o escritas por e-mail, que había recibido a lo largo del día. Se sintió reconfortado por ello e incorporándose cogió la caja en la que había guardado sus efectos personales y lentamente abandonó la estancia, siendo consciente de que la próxima vez que entrase en aquel despacho su propia situación habría cambiado.
Cuando salió a la calle miró al cielo y reflexionó:
Ayer, hace cuarenta y dos años,
Y vi que el cielo era azul. Y el sol brillaba.
Hoy he abierto la ventana otra vez.
El cielo sigue siendo azul y el sol aún luce.
Y mañana, claro que será otro día.