Playa, calor agobiante en
uno de los veranos más raros que he vivido últimamente.
Unos pasos detrás, sobre la arena, veo a una joven, alrededor de veinticinco años, que sigue con la mirada atenta el deambular de aquel hombre y cuando le ve algo confuso, entra en el agua y cogiéndole de la mano lo acompaña hacia la arena, señalándole un lugar donde posiblemente estaría el resto de su familia. Le sonrie, no le riñe y tampoco le obliga a ir allí. Se aleja un poco y desde unos pasos más allá reanuda discreta la vigilancia.
Sentado bajo la sombrilla
contemplo distraído a la gente que pasa por delante, andando por la ribera
donde rompen las olas. Un poco más hacia adentro veo a un hombre un tanto
grueso, mayor - más de ochenta seguro -
andando con alguna dificultad y tratando de mantener el equilibrio.
Unos pasos detrás, sobre la arena, veo a una joven, alrededor de veinticinco años, que sigue con la mirada atenta el deambular de aquel hombre y cuando le ve algo confuso, entra en el agua y cogiéndole de la mano lo acompaña hacia la arena, señalándole un lugar donde posiblemente estaría el resto de su familia. Le sonrie, no le riñe y tampoco le obliga a ir allí. Se aleja un poco y desde unos pasos más allá reanuda discreta la vigilancia.
Deduzco que sería una
nieta y me encanta la imagen de la que se desprende un halo de ternura y respeto por la actitud del anciano.
Se que muchos pensaran,
pues vaya cosa digna de atención. Para mi en cambio ha sido todo un espectáculo,
mucho más gratificante que las manidas escenas de furia y agresividad con que
nos obsequian los medios en sus espacios–diatriba contra todo lo divino y lo
humano y las disputas de los foros periodísticos.
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