Me acerqué discretamente a la puerta de aquella habitación misteriosa y eché un vistazo a su interior. Con sigilo mire hacia atrás, a la terraza, donde mis padres y mi abuelo dormitaban tras la comida, en aquella calurosa tarde de principios de verano.
Tras comprobar que no se habían movido y seguían inmersos en sus respectivas siestas, entré finalmente en la estancia, sumergida en una suave penumbra que le proporcionaba la persiana parcialmente bajada.
No era una habitación muy grande y además estaba bastante llena de muebles: una mesa de escritorio con una butaca y dos sillas, como si estuvieran allí para recibir a algún cliente o visita de negocios que según recuerdo no llegó a producirse nunca, pero en la cual mi padre se sentía a gusto.
A su lado, una mesa auxiliar, encima de la cual reposaba una máquina de escribir portátil, Olivetti Pluma 22, la máquina en la que aprendí a escribir con dos dedos, aprendizaje que perduró y que aún hoy en día utilizo, muy veloz eso sí, pero todavía con dos dedos a pesar de que ahora esa mecanografía la practique sobre un teclado de ordenador.
Y una cómoda negra, con la tapa superior de mármol. Encima de la cómoda había un reloj antiguo, también de madera negra labrada y con una esfera nacarada, enmarcando unos minuteros muy negros, como si fuesen señales de tráfico indicadoras de rutas hacia otros mundos. Este reloj no había funcionado nunca, salvo en una ocasión, pero esto fue otra historia. La cómoda me impresionaba y me daba respeto. En una casa muy silenciosa, a veces se oían crujidos que provenían de la cómoda en cuestión. Seguramente debía de estar completamente minada por las termitas.
Y al fondo, en la pared de enfrente, estaba mi objetivo, el lugar que contenía los objetos que me impulsaban a actuar con aquellas precauciones. Eran unas estanterías, de madera basta, apoyadas en soportes metálicos. En aquellas estanterías se alineaba un buen número de libros cuya visión me fascinaba.
Y no porqué los hubiera leído – eso vendría más tarde – sino porqué mi padre les dedicaba una gran atención. Yo veía que a veces se quedaba mirando con aire de ensoñación aquellas hileras de libros, que ahora se me antojan más bien modestas y parecía ver más allá de sus lomos. Como si fuese capaz de contemplar detrás de las estanterías, en una pantalla imaginaria, las escenas que aquellos libros describían. Finalmente elegía uno de aquellos libros y sentándose con parsimonia en la butaca lo abría y se ponía a leer.
En aquellos instantes podía hundirse el tejado, inundarse el baño o incendiarse la cocina. Mi padre se había adentrado en la historia del libro y esta requería la concentración de todos sus sentidos, aunque mi madre le llamase a cenar e incluso, viendo que no le hacía caso, llegase a apagarle la luz de la habitación.
Algunos de ellos los había leído tres o cuatro veces. Solía decirme que a pesar de releerlos una y otra vez, siempre descubría cosas nuevas, matices que en lecturas anteriores se le habían escapado, o simplemente veía la narración desde una perspectiva distinta.
Le gustaba visitar la librería de un amigo suyo, que estaba ubicada cerca de Santa Maria del Mar y allí se dejaba aconsejar por este amigo sobre las lecturas más recomendables. Incluidas aquellas publicadas por editoriales sudamericanas o francesas, dedicadas a temas políticos y que oficialmente no existían en el país. Estas se las mostraba el propietario a escondidas en la trastienda de la librería, adoptando aires de misterio y confidencia.
Aparte de ello solía examinar los libros “permitidos” dispuestos en las estanterías de la librería, leyendo las sinopsis bajo la mirada complacida del dueño, que mecía la cabeza con satisfacción cuando mi padre elegía un libro que le parecía especialmente interesante, como si diese su aprobación a la obra elegida.
Algo de este comportamiento he heredado, ya que también yo profeso esta admiración por los libros y aprovecho cualquier momento para leer alguno de los que casi siempre llevo conmigo.
En la parte inferior de las estanterías había unas cajoneras, que debían albergar lo que buscaba con tantas precauciones, no se muy bien porqué, ya que expresamente no me habían prohibido que viera o leyera lo que andaba buscando, aunque a la sazón tenía yo unos nueve años. Abrí con cuidado la tercera por la derecha empezando por abajo y allí estaban, cuidadosamente amontonados los ejemplares que trataba de localizar y concretamente el último aparecido.
Lo cogí con devoción, como si cogiese algo prohibido, que era como lo veía con mis ojos infantiles, pero sin saber exactamente porqué. Los colores de los gráficos de la portada se me antojaban como desvaídos, de tonalidades rojas o sepia apagadas. Y tampoco acababa de entender lo que allí se narraba.
Pero intuía que era algo valioso. Sobre todo por los retazos de conversaciones que les había oído a los mayores, refiriéndose con risas sofocadas a algún pasaje especialmente jugoso que habían leído.
Me senté también en la butaca y empecé a leer tratando de comprender. En aquella ocasión me centré en la contraportada posterior que narraba la historia de un personaje que había tratado de escribir todas las combinaciones posibles del nombre de Dios, a partir de los múltiples nominativos que se utilizan por las distintas religiones monoteístas. En un determinado momento y tras años de emplearse a ello, (en los cincuenta los ordenadores personales eran una entelequia) llegó a la última combinación posible y entonces una voz profunda, que parecía provenir al mismo tiempo desde todos los rincones del universo le decía “¡Al final me has encontrado! Ahora te toca esconderte a ti.”
Maravillado, pensando que aquello no se lo podría explicar al cura que en la escuela nos daba el catecismo e ignorando en aquel momento la trascendencia de un tema que apasiona a la humanidad pseudo creyente de todas las épocas (ver el artículo publicado en el País semanal del pasado domingo: “¿Está Dios en los genes?”) cerré lo que tenía entre manos y contemplé una vez más la portada donde campeaba la divisa de la publicación: “La revista más audaz para el lector más inteligente”.
Me detuve un momento para examinar la viñeta de Kalikatres el sapientísimo y finalmente volví a guardar La Codorniz en el cajón de donde la había sacado. Me asomé con cuidado para constatar que mi madre se estaba levantando de la silla y me preguntaba “¿Qué haces ahí dentro tan callado? Seguro que estás organizando alguna de las tuyas”.
Tras comprobar que no se habían movido y seguían inmersos en sus respectivas siestas, entré finalmente en la estancia, sumergida en una suave penumbra que le proporcionaba la persiana parcialmente bajada.
No era una habitación muy grande y además estaba bastante llena de muebles: una mesa de escritorio con una butaca y dos sillas, como si estuvieran allí para recibir a algún cliente o visita de negocios que según recuerdo no llegó a producirse nunca, pero en la cual mi padre se sentía a gusto.
A su lado, una mesa auxiliar, encima de la cual reposaba una máquina de escribir portátil, Olivetti Pluma 22, la máquina en la que aprendí a escribir con dos dedos, aprendizaje que perduró y que aún hoy en día utilizo, muy veloz eso sí, pero todavía con dos dedos a pesar de que ahora esa mecanografía la practique sobre un teclado de ordenador.
Y una cómoda negra, con la tapa superior de mármol. Encima de la cómoda había un reloj antiguo, también de madera negra labrada y con una esfera nacarada, enmarcando unos minuteros muy negros, como si fuesen señales de tráfico indicadoras de rutas hacia otros mundos. Este reloj no había funcionado nunca, salvo en una ocasión, pero esto fue otra historia. La cómoda me impresionaba y me daba respeto. En una casa muy silenciosa, a veces se oían crujidos que provenían de la cómoda en cuestión. Seguramente debía de estar completamente minada por las termitas.
Y al fondo, en la pared de enfrente, estaba mi objetivo, el lugar que contenía los objetos que me impulsaban a actuar con aquellas precauciones. Eran unas estanterías, de madera basta, apoyadas en soportes metálicos. En aquellas estanterías se alineaba un buen número de libros cuya visión me fascinaba.
Y no porqué los hubiera leído – eso vendría más tarde – sino porqué mi padre les dedicaba una gran atención. Yo veía que a veces se quedaba mirando con aire de ensoñación aquellas hileras de libros, que ahora se me antojan más bien modestas y parecía ver más allá de sus lomos. Como si fuese capaz de contemplar detrás de las estanterías, en una pantalla imaginaria, las escenas que aquellos libros describían. Finalmente elegía uno de aquellos libros y sentándose con parsimonia en la butaca lo abría y se ponía a leer.
En aquellos instantes podía hundirse el tejado, inundarse el baño o incendiarse la cocina. Mi padre se había adentrado en la historia del libro y esta requería la concentración de todos sus sentidos, aunque mi madre le llamase a cenar e incluso, viendo que no le hacía caso, llegase a apagarle la luz de la habitación.
Algunos de ellos los había leído tres o cuatro veces. Solía decirme que a pesar de releerlos una y otra vez, siempre descubría cosas nuevas, matices que en lecturas anteriores se le habían escapado, o simplemente veía la narración desde una perspectiva distinta.
Le gustaba visitar la librería de un amigo suyo, que estaba ubicada cerca de Santa Maria del Mar y allí se dejaba aconsejar por este amigo sobre las lecturas más recomendables. Incluidas aquellas publicadas por editoriales sudamericanas o francesas, dedicadas a temas políticos y que oficialmente no existían en el país. Estas se las mostraba el propietario a escondidas en la trastienda de la librería, adoptando aires de misterio y confidencia.
Aparte de ello solía examinar los libros “permitidos” dispuestos en las estanterías de la librería, leyendo las sinopsis bajo la mirada complacida del dueño, que mecía la cabeza con satisfacción cuando mi padre elegía un libro que le parecía especialmente interesante, como si diese su aprobación a la obra elegida.
Algo de este comportamiento he heredado, ya que también yo profeso esta admiración por los libros y aprovecho cualquier momento para leer alguno de los que casi siempre llevo conmigo.
En la parte inferior de las estanterías había unas cajoneras, que debían albergar lo que buscaba con tantas precauciones, no se muy bien porqué, ya que expresamente no me habían prohibido que viera o leyera lo que andaba buscando, aunque a la sazón tenía yo unos nueve años. Abrí con cuidado la tercera por la derecha empezando por abajo y allí estaban, cuidadosamente amontonados los ejemplares que trataba de localizar y concretamente el último aparecido.
Lo cogí con devoción, como si cogiese algo prohibido, que era como lo veía con mis ojos infantiles, pero sin saber exactamente porqué. Los colores de los gráficos de la portada se me antojaban como desvaídos, de tonalidades rojas o sepia apagadas. Y tampoco acababa de entender lo que allí se narraba.
Pero intuía que era algo valioso. Sobre todo por los retazos de conversaciones que les había oído a los mayores, refiriéndose con risas sofocadas a algún pasaje especialmente jugoso que habían leído.
Me senté también en la butaca y empecé a leer tratando de comprender. En aquella ocasión me centré en la contraportada posterior que narraba la historia de un personaje que había tratado de escribir todas las combinaciones posibles del nombre de Dios, a partir de los múltiples nominativos que se utilizan por las distintas religiones monoteístas. En un determinado momento y tras años de emplearse a ello, (en los cincuenta los ordenadores personales eran una entelequia) llegó a la última combinación posible y entonces una voz profunda, que parecía provenir al mismo tiempo desde todos los rincones del universo le decía “¡Al final me has encontrado! Ahora te toca esconderte a ti.”
Maravillado, pensando que aquello no se lo podría explicar al cura que en la escuela nos daba el catecismo e ignorando en aquel momento la trascendencia de un tema que apasiona a la humanidad pseudo creyente de todas las épocas (ver el artículo publicado en el País semanal del pasado domingo: “¿Está Dios en los genes?”) cerré lo que tenía entre manos y contemplé una vez más la portada donde campeaba la divisa de la publicación: “La revista más audaz para el lector más inteligente”.
Me detuve un momento para examinar la viñeta de Kalikatres el sapientísimo y finalmente volví a guardar La Codorniz en el cajón de donde la había sacado. Me asomé con cuidado para constatar que mi madre se estaba levantando de la silla y me preguntaba “¿Qué haces ahí dentro tan callado? Seguro que estás organizando alguna de las tuyas”.
Jordi Nounou
1 comentari:
Querido amigo:
Una vez más, con la sensibilidad a flor de piel, describes situaciones que resultan tan familiares de una manera tan bella.
¡ Yo tambien me crié en un ambiente en el que "La Codorniz" describía el entorno! ¿La revista mas audaz para el lector mas inteligente?. Sin duda.
Que el Universo te mime.
AMM
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