20 de maig 2012

Un día como otros


Ponme una de cuarto y una ensaimada, nena.
Fátima miró  a la Sra. Cecilia, cliente habitual de la panadería y pensó que por qué las señoras mayores suelen llamar a las dependientas nenas. No es que le molestase, como a alguna otra de sus compañeras, Ni tampoco le venia de nuevo. Al fin y al cabo ella había nacido aquí, aunque sus padres eran de Marruecos.  Siempre había asociado la palabra nena a niña y no es que ella fuese muy mayor, pero no desde luego una niña.

Mientras despachaba a la Sra. Cecilia lo que había pedido, miró  por las cristaleras de la tienda. Parecía que hubiera sido ubicada estratégicamente, en pleno chaflán. Desde el mostrador se divisaban perfectamente las calles que conformaban el cruce y en momentos de baja actividad Fátima se distraía contemplando la multitud de personas que circulaban por allí: quienes entraban en el estanco y salían ya encendiendo el pitillo en su boca, las vecinas que se paraban en la esquina a charlar, aquellos que se iban a la competencia, a la panadería de enfrente y también los que miraban con curiosidad el nuevo bar abierto con el llamativo nombre de “Mesón de la Legión”…llamativo en un barrio con una densa población musulmana y con un oratorio – mezquita, unos metros más allá.
Ahí bajaba también el vecino de los domingos. Ese hombre era asiduo desde hacia años, solo los fines de semana. Alto, desgarbado y con el pelo blanco, más bien ralo ya. Andaba distraídamente, llevando como siempre a su perro atado con una correa extensible, un yorkshire, algo más grande de lo normal. ¿O era una perra?
Como de costumbre, el hombre iba hablándole al perro. Fátima no sabia que le decía  y pensó que vaya tontería, como si el perro fuese a entenderle. También siguiendo su costumbre, el vecino se acercó a la cristalera de la esquina y sujetó el extremo de la correa al soporte del candado de la puerta metálica. Luego entró en la panadería. Antes el perro se ponía a ladrar desaforadamente en cuanto el dueño lo dejaba fuera, hasta que este volvía a salir y lo amenazaba con una revista enrollada, de las publicitarias que habitualmente tenían en la banqueta a disposición de los clientes. 

Pero hacia tiempo que el perro se había convencido de que sus ladridos eran inútiles y ahora se limitaba a apoyarse con las patas delanteras en la cristalera, rascando el cristal con una pata para llamar la atención.
Hola, buenos días, una barra y dos cruasans.  Fátima le miró distraídamente, al tiempo que le ponía lo solicitado sobre el mostrador. Más de una vez se había preguntado por que él le hablaba en castellano, si  tenía acento catalán, lengua que ella conocía y hablaba perfectamente. ¿Sería por el color de su piel o por su aspecto un poco exótico? Tuvo la impresión de verle un poco más envejecido, pero claro es que el tiempo pasa. Y a lo mejor tampoco se había fijado antes en las bolsas bajo sus ojos. O quizás sería el aspecto un tanto descuidado, vistiendo un quechua y unos pantalones de pana algo raídos.
Una vez pagada la compra, el hombre salió y desató al perro mientras le cuchicheaba algo. Luego ambos se dirigieron hacia la librería de enfrente, a buscar el periódico, como cada fin de semana. Y parecía que el animal iba brincando alegremente.
Fátima miró el reloj y suspiró. ¡Faltaba todavía tanto rato para que su marido fuese a buscarla!