Ponme una de cuarto y
una ensaimada, nena.
Fátima miró a la Sra. Cecilia, cliente habitual de la
panadería y pensó que por qué las señoras mayores suelen llamar a las
dependientas nenas. No es que le molestase, como a alguna otra de sus
compañeras, Ni tampoco le venia de nuevo. Al fin y al cabo ella había nacido
aquí, aunque sus padres eran de Marruecos.
Siempre había asociado la palabra nena a niña y no es que ella fuese muy
mayor, pero no desde luego una niña.
Mientras despachaba a
la Sra. Cecilia lo que había pedido, miró por las cristaleras de la tienda. Parecía que
hubiera sido ubicada estratégicamente, en pleno chaflán. Desde el mostrador se
divisaban perfectamente las calles que conformaban el cruce y en momentos de
baja actividad Fátima se distraía contemplando la multitud de personas que
circulaban por allí: quienes entraban en el estanco y salían ya encendiendo el
pitillo en su boca, las vecinas que se paraban en la esquina a charlar,
aquellos que se iban a la competencia, a la panadería de enfrente y también los
que miraban con curiosidad el nuevo bar abierto con el llamativo nombre de
“Mesón de la Legión”…llamativo en un barrio con una densa población musulmana y
con un oratorio – mezquita, unos metros más allá.
Ahí bajaba también el
vecino de los domingos. Ese hombre era asiduo desde hacia años, solo los fines
de semana. Alto, desgarbado y con el pelo blanco, más bien ralo ya. Andaba
distraídamente, llevando como siempre a su perro atado con una correa
extensible, un yorkshire, algo más grande de lo normal. ¿O era una perra?
Como de costumbre, el
hombre iba hablándole al perro. Fátima no sabia que le decía y pensó que vaya tontería, como si el perro
fuese a entenderle. También siguiendo su costumbre, el vecino se acercó a la cristalera
de la esquina y sujetó el extremo de la correa al soporte del candado de la
puerta metálica. Luego entró en la panadería. Antes el perro se ponía a ladrar
desaforadamente en cuanto el dueño lo dejaba fuera, hasta que este volvía a
salir y lo amenazaba con una revista enrollada, de las publicitarias que
habitualmente tenían en la banqueta a disposición de los clientes.
Pero hacia tiempo que
el perro se había convencido de que sus ladridos eran inútiles y ahora se
limitaba a apoyarse con las patas delanteras en la cristalera, rascando el
cristal con una pata para llamar la atención.
Hola, buenos días, una
barra y dos cruasans. Fátima le miró
distraídamente, al tiempo que le ponía lo solicitado sobre el mostrador. Más de
una vez se había preguntado por que él le hablaba en castellano, si tenía acento catalán, lengua que ella conocía
y hablaba perfectamente. ¿Sería por el color de su piel o por su aspecto un
poco exótico? Tuvo la impresión de verle un poco más envejecido, pero claro es
que el tiempo pasa. Y a lo mejor tampoco se había fijado antes en las bolsas
bajo sus ojos. O quizás sería el aspecto un tanto descuidado, vistiendo un
quechua y unos pantalones de pana algo raídos.
Una vez pagada la compra,
el hombre salió y desató al perro mientras le cuchicheaba algo. Luego ambos se
dirigieron hacia la librería de enfrente, a buscar el periódico, como cada fin
de semana. Y parecía que el animal iba brincando alegremente.
Fátima miró el reloj y
suspiró. ¡Faltaba todavía tanto rato para que su marido fuese a buscarla!
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