¡Cuan gritan esos malditos! Pero
mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caro sus gritos.
Esta
frase celebérrima del Tenorio es un compendio de las sensaciones que tengo,
pero mi manera de hacer pagar sus gritos para mi no es otra que la inhibición.
Todo el mundo chilla. Chillan los locutores y los presentadores de los medios,
chillan los periodistas y los tertulianos, chillan los políticos. Chillan y
chillan, unos con sus opiniones escritas o habladas, otros con la mirada y
otros con silencios.
Los
que predominan son los que chillan con la voz, desde su garganta o desde su
estomago. Aquellos que con ira y los ojos fuera de las órbitas vuelcan en el griterío
su afán por imponer su razón a los demás. Ya hace algún tiempo que no escucho
las tertulias y no porqué no me interesen, sino porqué no me entero de nada.
Además, es que no me gusta que se considere como un bárbaro a quien no está de
acuerdo con las tesis o creencias de cada cual.
Dice
Tvetzan Todorov, pensador francés de origen búlgaro, en su ensayo “El miedo a los
bárbaros” y refiriéndose a las fuentes greco-latinas, que, “El bárbaro es quien
no habla mi lengua y por tanto no tiene mi ley ni mi moral y es capaz de
cualquier atrocidad”.
Esta
manera de considerar a quien no tiene el mismo pensamiento u opiniones,
desbarata las posibilidades de aproximación para resolver problemas. Porqué el griterío
lleva a una espiral de irracionalidad. El griterío lleva al distanciamiento. El
griterío lleva al odio.