05 de desembre 2006

EL REGALO

Me he cruzado con él esta mañana muy temprano, cuando iba hacia la oficina. Normalmente no me hubiera fijado, puesto que a esas horas… Pero venia de frente y era inevitable que le viese.

Se trataba de un hombre de mediana edad, con aspecto de trabajador manual. Llevaba una camisa a cuadros y una cazadora algo deslucida. En fin, su aspecto era algo descuidado.

Sus cabellos parcialmente canos enmarcaban una frente en la que destacaban dos gruesas venas marcadas en las sienes.

Pero lo que más llamaba la atención era la sonrisa. Esa sonrisa era la de una persona que se recrea pensando en algo que podría acontecer en lo inmediato. Era la sonrisa de un niño que esconde detrás de la espalda el cenicero que ha hecho en el colegio con pinzas de madera para la ropa y que le va a regalar a su progenitor en el día del padre.

Entre las manos, sujetándola con sumo cuidado, llevaba una caja envuelta en papel de regalo color rojo y atada con un lazo del mismo color. Era evidente que se estaba recreando anticipadamente de la escena que presentía que iba a vivir, entregando aquel regalo a su destinatario o destinataria.

Por un momento traté de imaginar quien sería el destinatario de aquel regalo. ¿Sería un niño o una niña, quizás suyos? ¿Sería una mujer, su esposa posiblemente?

De todas maneras me pareció raro que a aquellas horas mañaneras circulase aquel hombre con aquel arrobo en la expresión si es que el o la destinataria del regalo era alguien de su entorno familiar. A lo mejor se trataba de un hombre separado que acudía por la mañana a ver a un hijo o hija en el día de su santo o cumpleaños y no podía resistir la espera para entregar el regalo y ver la expresión de felicidad de quien lo recibiría.

¿Y si fuese un regalo dedicado a un compañero de trabajo? ¿O tal vez a una amante a quien pensaba sorprender cuando saliese de casa, una vez alejada del marido?

Tantas suposiciones me crearon una gran curiosidad y decidí seguirle discretamente para tratar de averiguar que ocurría con aquel regalo. Dejé que se adelantase una veintena de metros por delante de mí y eché a andar, intentando aparentar un aire despreocupado, como si siguiera el itinerario que me convenía, cuando en realidad iba en el sentido absolutamente contrario.

El hombre se paró un momento en el paso de cebra de la Avenida de Roma y yo me detuve ante el escaparate de una agencia de viaje, simulando que examinaba atentamente los reclamos publicitarios para el largo puente que se avecinaba. Países exóticos, Caribe, Canarias, Andorra…Busqué instintivamente los anuncios de viajes al Japón.

Hace tiempo que tengo ganas de visitar el Japón. Contribuyen a ello los libros de autores japoneses que últimamente me ha dado por leer: Murasaki, Kawabata, Murakami, Yoshimoto…escritores que me han proporcionado una imagen idealizada que quizás no se corresponde con la realidad. Seguramente también han influido las crónicas que lacelia escribe en su blog “japanizeme”, tan cuotidianas y que son a la vez como una ventana donde asomarse a un mundo que me parece tan distinto del nuestro.

Salí de mi ensimismamiento y mire al paso de cebra, dándome cuenta de que el hombre del regalo había desaparecido. Por un momento pensé en desistir de mi persecución, pero, pudo más mi curiosidad y anduve hasta la esquina, atisbando a derecha y a izquierda, a ver si lo localizaba. Nada. Lo había perdido. ¡Qué lastima!

Sin embargo, al arrancar un autobús que estaba detenido en una parada al otro lado de la Avenida, le vi de nuevo, andando entre la gente que caminaba por aquella acera. Apreté el paso para recuperar el terreno perdido y le seguí nuevamente a distancia, hasta que llegó a la esquina con la calle Entenza, que tomó girando hacia la izquierda.

Allí se me antojó que aquel seguimiento no parecía tener mucho sentido. ¿Y si al final entraba en un portal o en un local, desapareciendo de mi vista? No habría conseguido satisfacer mi curiosidad y habría perdido irremisiblemente el tiempo. Pero nuevamente pudo más en mí el afán pesquisidor y continué. No en vano de niño un familiar me llamaba Tribulete, el reportero del “Chafardero Indomable”.

El hombre siguió su camino y aunque desde mi posición no podía verle la cara, adivinaba que aquella sonrisa que tanto me había llamado la atención, seguía pintada en sus facciones.

Cambié de acera, puesto que íbamos a pasar por delante de la cárcel Modelo y en aquel lugar, de haber mirado aquel hombre hacia atrás hubiera quedado yo en evidencia, dada la escasa circulación peatonal que había en la zona.

No obstante, lo que si había era una cola de personas al lado de la puerta de la cárcel, que supuse serían las que acudirían a visitar a los presos allí retenidos. El hombre siguió avanzando y cuando estaba a punto de rebasar dicha cola, dio media vuelta y se incorporó a ella.

Resguardado desde un portal me quedé mirando la escena con un sentimiento confuso y sorprendido. Y la sonrisa continuaba asomada a la cara de aquel hombre.